Mama Julita demostró que la fuerza interior juega un rol importante en la lucha contra la muerte. Los médicos prácticamente la habían descartado, pero sorprendió hasta a su propia familia y derrotó al virus.
Cuando la prueba de diagnóstico para COVID-19 salió positivo, la familia entera sintió que Mama Julita se les iba entre las manos. La enferma tenía 92 años y pertenecía al fatídico grupo más expuesto a perder la vida por causa del virus. Más de uno escondió las lágrimas que rodaron por sus mejillas.
Como si el resultado del test fuera poco, los médicos confirmaron que Julia Rodríguez Jaramillo tenía pocas probabilidades de vencer al mal debido a su avanzada edad y al cuadro degenerativo de algunos de sus órganos como producto del paso inexorable de los años.
Pese a los pronósticos desesperanzadores, los familiares no dieron por perdida la batalla y recorrieron diferentes clínicas y centros hospitalarios de todo Lima para buscar internarla. Los resultados fueron infructuosos. La respuesta siempre era la misma. “Vaya a su casa, nosotros no podemos recibirla”, decían los médicos.

Mama Julita se había contagiado a causa de su amor maternal sin límites ni fronteras. A fines de la primera quincena de abril, una de su hijas comenzó a presentar los primeros síntomas de la terrible enfermedad. Era la encargada de hacer los recados en el mercado y, sin darse cuenta, llevó el virus a casa.
La familia decidió aislar a la enferma a fin de evitar más contagios. Pero Mama Julita no sabía de peligros, su amor de madre era superior a cualquier riesgo. Trataba siempre de estar pendiente de su hija y le llevaba la comida todos los días hasta que la paciente sanó.
Cuando los malos momentos parecían alejarse de aquel hogar, la anciana comenzó a presentar los síntomas inequívocos del coronavirus. Tenía dolor en la garganta, fiebre y dificultad para respirar. La familia reaccionó con prisa y la llevó a hacerle la prueba de descarte y se enteró de la fatal noticia.
Los catorce hijos, cuarenta nietos, quince bisnietos y tres tataranietos no querían perderla; no podían dejar que muera mientras ellos permanecían impasibles, indiferentes, viendo como ella exhalaba su último suspiro.
Buscaron la ayuda de todos sus amigos y médicos para instalar un pequeño centro hospitalario dentro de las cuatro paredes de una habitación de la casa familiar en el distrito de Surquillo.
Los catorce hijos, cuarenta nietos, quince bisnietos y tres tataranietos no querían perderla; no podían dejar que muera mientras ellos permanecían impasibles, indiferentes, viendo como ella exhalaba su último suspiro.
Eran los primeros días del mes de mayo cuando la batalla por la vida comenzó. Por ese entonces los medicamentos para combatir el letal virus eran escasos y el oxígeno, vital para un paciente con COVID-19, escaseaba en el mercado limeño.
“Había noches enteras que pasábamos recorriendo clínicas, boticas y farmacias frente a los hospitales para buscar la medicinas, algunas veces había y otras no”, relata una de las hijas de Mama Julita.
Diego Llenque, un médico amigo de la familia, y la licenciada Edimary Arrieta se compraron la pelea contra la muerte. En la práctica no se despegaron de la enfermera y monitoreban todas sus reacciones durante las 24 horas del día.
En el momento más crítico, las placas radiológicas arrojaron que la paciente tenía un cuadro de neumonía severa. Las esperanzas se agotaban. El tiempo jugaba en su contra. Cada día minuto contaba. La saturación del oxígeno en la sangre disminuía con rapidez y, en algún momento, llegó hasta los 40, una cifra tan baja como increible en un ser vivo.
Las manchas cianóticas (coloración azulada en la piel por falta de oxígeno) que comenzaron a aparecer en manos, pies y boca, presagiaban una posible trombosis y la cercanía de la muerte.
Comenzaron a usar todo el medicamento por vía endovenosa, mientras la paciente consumía entre 4 a 5 balones de oxígeno. Los días eran agotadores. Los familiares se turnaban para montar guardia permanente.

Al quinto día de dura pelea, el resultado del tratamiento empezó a dar sus primeros frutos. Mama Julita despertó luego de largos días de inconsciencia producida por la baja oxigenación. Apenas abrió los ojos le agradeció a la enfermera que permanecía a su lado.
Los días subsiguientes, la respiración fue normalizándose, el apetito regresó y la sonrisa comenzó a dibujarse en su venerable rostro. Los familiares, cristianos de todo corazón, agradecieron a Dios por el milagro.
A las dos semanas del intenso tratamiento, lo imposible para muchos médicos se estaba dando. La enferma salió del cuadro de COVID-19, un milagro a tan avanzada edad.
Actualmente, Mama Julita está repuesta al 100%, alejada de todo rasgo de enfermedad respiratoria. Atrás quedaron los días de angustia y dolor, donde el esfuerzo y amor de toda la familia le permitió salir airosa.
Texto: Steven López Guerra